Para muchas personas sencillas del pueblo, la fe suponía seguridad, una estabilidad que llegó a convertirse en la base de la existencia. El fanatismo religioso tenía realmente sus ventajas. Evitaba la seguridad a lo desconocido, de lo que era diferente. Luchaba contra la herejía, contra la “maldad” en el mundo. Con cada hoguera que se encendía para purificar a los herejes, el mundo mejoraba un poco.
El gran inquisidor Tomás de Torquemada compartía y hacía suya esta opinión. El incondicional apoyo de sus Majestades le facilitaba la ejecución de su ilimitado poder. Su sangrienta manía no tenía límites. El que justamente el Papa intentara impedir por todos los medios que consumara su obra, intimidaba y hería profundamente a Torquemada. Incluso la iglesia estaba llena de maldad, de blasfemia. Al gran inquisidor le humillaba profundamente que el Papa hubiera llevado a cabo dos consejos consultivos para limitar sus poderes especiales. Para su suerte, el Papa no consiguió lo que buscaba y no lo pudo apartar de su posición, lo que hubiera hecho con gusto.
Profundamente indignado por las muestras de desagradecimiento y desprecio ante su “magnífica” obra, Torquemada abandonó la corte real y se retiró a su convento en Segovia. A través de su ingeniosa organización continuó difundiendo miedo y terror por el reino desde su convento. La bandera verde de la santa Inquisición se convirtió en el símbolo que le unía a la figura asceta del fanático monje.
España ardía y se estaba purificando. El que él mismo hubiera nacido en el seno de una familia de conversos no perturbaba de ninguna manera su entrega.

En 1498, año fatídico para Isabel y Fernando, el fuego que corría por las venas de Torquemada se extinguió. La reina lloró su muerte sinceramente. El fuego acabó con Torquemada pero las hogueras en España siguieron ardiendo.