Para muchas personas sencillas del pueblo, la fe suponía seguridad, una estabilidad que llegó a convertirse en la base de la existencia. El fanatismo religioso tenía realmente sus ventajas. Evitaba la seguridad a lo desconocido, de lo que era diferente. Luchaba contra la herejía, contra la “maldad” en el mundo. Con cada hoguera que se encendía para purificar a los herejes, el mundo mejoraba un poco.
El gran inquisidor Tomás de Torquemada compartía y hacía suya esta opinión. El incondicional apoyo de sus Majestades le facilitaba la ejecución de su ilimitado poder. Su sangrienta manía no tenía límites. El que justamente el Papa intentara impedir por todos los medios que consumara su obra, intimidaba y hería profundamente a Torquemada. Incluso la iglesia estaba llena de maldad, de blasfemia. Al gran inquisidor le humillaba profundamente que el Papa hubiera llevado a cabo dos consejos consultivos para limitar sus poderes especiales. Para su suerte, el Papa no consiguió lo que buscaba y no lo pudo apartar de su posición, lo que hubiera hecho con gusto.
Profundamente indignado por las muestras de desagradecimiento y desprecio ante su “magnífica” obra, Torquemada abandonó la corte real y se retiró a su convento en Segovia. A través de su ingeniosa organización continuó difundiendo miedo y terror por el reino desde su convento. La bandera verde de la santa Inquisición se convirtió en el símbolo que le unía a la figura asceta del fanático monje.
España ardía y se estaba purificando. El que él mismo hubiera nacido en el seno de una familia de conversos no perturbaba de ninguna manera su entrega.
El fuego que ardía desde su cerebro no lo consumía sólo a él, sino a todo el reino. El orden y estabilidad que reinaban en Castilla se basaban en miedo y terror. Eran engañosos y crueles, paralizaban el progreso y la economía. Pero ni Torquemada, ni su despiadada organización, ni sus Majestades los reyes se dejaban impresionar por su fanatismo de pureza. La unidad del reino significaba unidad religiosa. Todo tenía que estar supeditado a tal fin. Isabel, en el empeño de realizar todo al cien por cien, consiguió que España superara con su celo inquisidor a todos los demás reinos de Europa, tenía que demostrar el título otorgado por el Papa no hace mucho de Reyes Católicos, se estilaba por aquel entonces ser el “verdadero” Defensor de la Fe. La obra de la Inquisición proporcionaba a los reyes, además, otras ventajas: era una fuente de ingresos casi inagotable, puesto que la fortuna de los herejes que eran condenados iba a parar a la corona. Toda oposición interna se ahogaba en sus inicios. El orden humano y divino se desarrollaba en el seno de la poderosa iglesia. La quema de herejes llegó a ser algo natural y la expresión del firme orden de Dios en la Tierra. Las fiestas que acompañaban a estos eventos, corridas de toros, obras de teatro y magníficas procesiones, entretenían al pueblo, que aprobaba estas obras y mientras uno mismo no fuera perseguido estas actividades eran algo natural y se correspondían con lo que la gente creía firmemente que era la voluntad de Dios.
En 1498, año fatídico para Isabel y Fernando, el fuego que corría por las venas de Torquemada se extinguió. La reina lloró su muerte sinceramente. El fuego acabó con Torquemada pero las hogueras en España siguieron ardiendo.